Mémoires de la rose.

Diana González Ossio

Llameaba el horizonte. Un atardecer rojo colmaba el mar intenso de vidrio y cemento, incendiando ese enero tan parecido al del diciembre que ya se ha ido. Y el sol es apenas un disco que asoma. Y, el sol ya solo es una levedad de espasmo ... como en Libia, como en el desierto, apenas un mes atrás.

Antoine de Saint- Exupery, mira otra vez por el inmenso ventanal a Nueva York, convencido del tamaño del pecado de la noche al sustituir con su manto de negrura, el infinito resplandor de este ocaso tan parecido al que lo indujo a sumergirse en las dunas y escarbar, deshacerse entre sol y arena y rebuscar entre ellos, su alter ego, su otro yo. ¿al pequeño principito?.

 Ahora, en este enero de 1936, en esta ciudad de arrebato, de inmensidades casi tan inmensas como el Sahara, quiere comenzar a hilar con el hilo indeleble de la pura ficción la más nítida historia de un hombre niño que busca las respuestas; las que atravesaron el universo humano desde siempre, las aguijoneantes; las definitivas: ¿porqué vivir, porqué morir?

Vivir en N.Y. redime a cualquiera y más aún si se es un escritor de valía, si se es caballero con blasones de nobleza y además de un piloto accidentado con excusas suficientes para navegar ahí, en ese mar excelso de luces y más luces, tan habitado pero al mismo tiempo tan vacio como el desierto que no consigue apartar de absolutamente todos sus pensamientos.

 Morir en el Sahara a cambio, no le hace  gracia a casi nadie, sino más bien le induce – a vuelo raudo – lograr en un segundo, una total retrospectiva existencial.

Ciertamente el cielo, un mes atrás, era igual de rojo cuando el y su copiloto escaparon de la parca aguantando tres  jornadas  a puro masticones  de naranjas, un racimo de uvas y una poca de vino, cuando el avión que piloteaban, Paris – Saigón cayó totalmente averiado en pleno desierto. Tres días estuvieron ahí, girando entre la arena y la desolación, mirando sin ver otro horizonte que fuera  dunas, la planicie y solo un disco de oro tan grande como la devastación que los sumía, alumbrando su angustia. El sol, en estos tres días los encostró hasta dejarlos tan secos que ya parecían muertos cuando los encontró un  gentil beduino.

Volver a la civilización, continuar, seguir.  Para A de Saint –Exupery el accidente fue definitivo. Ya después en N.Y. recordará con claridad como entre giro y giro de ese remolino de segundos y horas entre la arena, emergió ese niño tan parecido al que hubiera querido ser y al que después nítidamente dibujó: petisito y con cabello de repollo, de larga capa y con charreteras en el dibujo oficial, porque es un príncipe de verdad. ¿Cuanto tardó el viento en escribir junto a él el guión de la historia del principito? Nunca lo podrá precisar, quizá porque solo en la eternidad de un segundo fue que emergieron extrañados pero palpitantes, esos personajes que presumiblemente fueron sus inquilinos de siempre: el rey, el vanidoso, el borracho, el hombre de negocios, el farolero; el geógrafo, todos jalando el hilo de la ficción para coger la madeja de la realidad.

El cielo de N.Y. es vasto, tanto como esa vastedad que quiere conocer  y palpar el pequeño príncipe. Por ello, recorrer el universo posible aprovechando una migración de pájaros y dejar su  hogar, el asteroide B612 donde existen tres volcanes, dos activos y uno no, muchos boabab y una rosa, es ciertamente su misión, tan igual a la suya cuando dejó Lyón – su ciudad natal – y su afán fue volar, remontarse en ese torbellino de nubes que no le impedían sin embargo dejar de ser responsable de su rosa. ¿El amor es parecido a la responsabilidad? En la ingravidez del Sahara también pensó en su rosa real – demasiado, según lo anotó muchas veces - en la apasionada mujer que lo esperaba en Casablanca, su hogar y la vio coqueta y ensimismada en su hermosura, fatal en sus espinas que siempre fueron sus pequeñas armas contra su infidelidad de escritor famoso, de noble empedernido en buscar en todos los labios que se le ofrecían el sabor de otras pasiones y en otro segundo, devastador, imaginó que cubriéndola con un fanal, la protegería por siempre y para siempre. Como debió hacerlo.

¿Es que el amor es una aprehensión? Quizá, probablemente. Pero tenerlo  simplemente en mente nunca fue su fuerte.

 A Antoine de Saint – Exúpery tampoco en realidad le preocupó demasiado el amor y las cien mil razones que la  ética y la religión  proponían como preceptos para llegar al cielo, el, simplemente para tocarlo subía a su avión y enfilaba para un horizonte  cualquiera, pero dentro, corroyéndole – como a cualquier prójimo con valores – estaba el otro, el que nunca fue develado hasta ahora, este enero de 1936 en que no es para nada ya el niño que fue, el de dos puntitos como ojos y una rayita como sonrisa. Así lo dibuja él. A lápiz muestra a un principito inocente y perplejo preguntando sobre el devenir de la vida. Sentado en la cima de una montaña también y esperando por su zorro, aguardando la señal para domesticar y ser domesticado, preparándose para ser iniciado en el ritual del amor.

¿Es el amor una resolución simplemente o más bien un don?  No lo sabe y quizá sea porque la vida lo hizo demasiado fatuo para repensar esta probabilidad, que para su mal, allí, entre las arenas,  pasó finalmente a validar su existencia. ¿Cuánto en realidad se preocupó por su rosa?  Nunca hizo el recuento. Quizá  también fue infiel y casquivano porque la trama de su vida lo indujo a ser eso; un extraño en el amor y su esposa Consuelo Sunsín artista, poeta y pintora que lo idolatraba, supo por eso de la amargura del desdén y del engaño. Por ello Antoine el niño – príncipe, ama y se hace responsable de su rosa, la cuida desmedido y con locura, ama sus extravíos de coquetería porque sabe de sus afanes y del significado de ellos, entiende además que cuando la rosa se despereza lo hace pensando en él y que cuando afirma cada uno de sus pétalos para conservarlos por siempre sedosos y aterciopelados, lo hace sintiendo por el..

“Solo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible a los ojos” dice el principito y esa frase, recorrió desde 1943, fecha en que se publicó esta historia, todo el ancho mundo. Traducida a ochenta lenguas y dialectos, cruzó las épocas y las identidades imantando a todos. ¿Exúpery habría imaginado tocar el corazón de millares cuando se miró allí, face to face y en pleno desierto con el petite prince? Ciertamente existen los segundos de inmortalidad, los de inconmensurable y épica grandeza, trabajados al filo del inexorable hilo que separa la vida de la muerte y que fueron los que germinaron la saga del principito.

En ese enero del 36, Exúpery el escritor, superviviente del Sahara, gordo, fuerte y testarudo, enarcando las cejas renegridas debajo de esa calva próxima, se convirtió en niño otra vez. ¿Magia? Quizá. El amor suele traer multitud de tretas debajo de la manga y usa además de mil triquiñuelas para empoderarse de los humanos, para decirles: ¡aquí voy, salvando el mundo!

Para Exúpery sin duda, el amor lo condujo a un periplo único y singular.

La vida, una vacuidad, la muerte, una certeza, entonces ¿Cómo medir la relevancia de la existencia? El zorro lo conduce a los ritos, la rosa a la posibilidad de dar respuestas, al porqué de la existencia y la serpiente a la realidad final; la muerte. ¿Dónde quepa ella, estará la felicidad también? Para el pequeño príncipe, el retorno es inexorable. En su hogar, casa, asteroide, está la felicidad que es igual a una eternidad de paz y sinónimo de muerte, allí se reencontrará con su rosa  y este retorno solo será posible con la definitiva mordedura de la serpiente...

Ocho años después, un 31 de julio del 44, Exúpery el aviador, despegó de una base aérea en Córcega y no regresó. Como escribió, el epílogo extremo es necesario y de urgencia para cerrar de verdad una saga y mucho más aún si esta es una historia contada para todos los corazones; con el corazón.